Cuando solo nuestra mente y nuestras manos trabajan juntos, nos hacemos rápidamente dependientes de los resultados de nuestras acciones y tendemos a rendirnos cuando no llegan a realizarse. En la soledad del corazón podemos escuchar de verdad los sufrimientos del mundo, porque podemos reconocerlos no como dolores extraños y ajenos, sino como dolores realmente propios. Ahí podemos ver que lo que es más universal es lo más personal y que, en efecto, nada humano nos es ajeno. Ahí podemos ver que la cruda realidad de la historia es, en efecto, la realidad del corazón humano, incluido el nuestro, y que para protestar debemos antes confesar nuestra participación en la condición humana. Desde ahí podemos responder de verdad.