No hay nada dulce o fácil con respecto a la comunidad. La comunidad es un grupo de personas que no ocultan sus alegrías ni sus penas, sino que las hacen visibles a los demás como gestos de esperanza. En la comunidad decimos: «La vida está llena de ganancias y pérdidas, de alegrías y penas, de altibajos, pero no tenemos que vivirlos a solas. Queremos beber juntos este cáliz y celebrar así la verdad de que las heridas de nuestra vida individual, que parecen intolerables cuando se viven a solas, se convierten en fuente de sanación cuando se viven como parte de una comunidad de cuidado mutuo».

La comunidad es como un gran mosaico. Cada tesela por separado parece insignificante. Una pieza es de color rojo vivo; otra, de un frío azul o de un verde aburrido; otra es de cálido color morado; otra, de un avispado amarillo, y otras de brillante dorado. Algunas parecen únicas; otras, corrientes. Algunas parecen valiosas; otras, vulgares. Algunas son llamativas; otras, delicadas. Poco podemos hacer con ellas por separado, excepto compararlas y juzgar su belleza y su valor. Pero, cuando todas esas piedrecitas se unen para formar un gran mosaico, el retrato de Cristo, ¿quién se atrevería a cuestionar la importancia de ninguna de ellas? Si falta alguna, aunque sea la menos espectacular, el rostro queda incompleto. Juntas en el mosaico, cada pieza es indispensable y hace una única contribución a la gloria de Dios. Eso es la comunidad, un grupo de personas insignificantes que juntas hacen que Dios sea visible en el mundo.