La gran tentación es servirnos de los evidentes fracasos y decepciones de nuestra vida para convencernos de que, en realidad, no merecemos ser amados. Porque, ¿qué tenemos que mostrar por nosotros mismos?

Pero para una persona de fe ocurre lo contrario. Los numerosos fracasos pueden abrir el lugar de nuestro ser donde no tenemos nada de lo que jactarnos, pero todo aquello por lo que ser amados. Es hacernos niños de nuevo, un niño amado simplemente por existir, simplemente por sonreír, por tender la mano.

Este es el camino de la madurez espiritual: recibir amor como un don puro y libre.