Estamos llamados a pasar del poder de la fuerza al poder de la impotencia. Como personas temerosas, preocupadas, inseguras y heridas tenemos siempre la tentación de agarrar ese pedacito de poder que el mundo que nos rodea nos ofrece, a un lado y a otro, por doquier, de vez en cuando. Estos pedazos de poder nos convierten en marionetas movidas de arriba abajo por cuerdas hasta que morimos. Pero, si nos atrevemos a ser bautizados en la impotencia, siempre inclinados del lado del pobre, que carece de tal poder, nos zambullimos en el mismo centro de la eterna misericordia de Dios. Nos vemos libres para entrar de nuevo en nuestro mundo con el mismo poder divino con el que vino Jesús, y podemos caminar en el valle de las sombras y lágrimas, siempre en comunión con Dios, con la cabeza alta, sosteniendo con confianza la cruz de nuestra vida.

Es este poder el que engendra líderes para nuestras comunidades, hombres y mujeres dispuestos a asumir los riesgos y a tomar nuevas iniciativas. Es este poder el que nos permite no solo ser ligeros como palomas, sino también astutos como serpientes en nuestro trato con gobiernos y organismos eclesiásticos. Es este poder el que nos permite pedir, directamente y sin vacilar, que compartan su dinero a quienes tienen recursos económicos, llamar a hombres y mujeres a prestar un servicio radical, a desafiar a la gente a que se comprometa a largo plazo en el mundo del servicio humano, y a seguir anunciando la Buena Noticia siempre y en todas partes. Es este divino poder el que nos hace santos –valientes– que pueden hacer nuevas todas las cosas.