La pregunta más importante no es: «¿Cuánto hacemos», ni: «¿A cuánta gente ayudamos?», sino: «¿Estamos interiormente en paz?» […] Las acciones de Jesús procedían de su comunión interna con Dios. Su presencia era sanadora, y transformó el mundo. En cierto sentido, ¡él no hizo nada! «Los que tocaban [la orla de su manto] se curaban» (Mc 6,56) […].
Cuando amamos a Dios con todo nuestro corazón, mente, fuerza y alma, no podemos más que amar a nuestro prójimo y a nosotros mismos. Estando profundamente arraigados en el corazón de Dios es como estamos creadoramente conectados con nuestro prójimo, así como con nuestro yo más íntimo. En el corazón de Dios podemos ver que los demás seres humanos que viven en la tierra con nosotros son también hijos Dios y pertenecen a la misma familia a la que pertenecemos nosotros. Aquí también podemos comprender y proclamar que somos amados, y celebrarlo con nuestro prójimo.
Nuestra sociedad piensa en términos económicos: «¿Cuánto amor doy a Dios, cuánto a mi prójimo y cuánto a mí mismo?». Pero Dios dice: «Dame todo tu amor, y yo te daré a ti a tu prójimo y a ti mismo».
No estamos hablando aquí de una obligación moral o de obli- gaciones étnicas. Estamos hablando de la vida mística. Es la íntima comunión con Dios la que nos revela cómo vivir en el mundo y actuar en nombre de Dios.
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