Una de las exigencias más radicales que se nos presentan a ti y a mí es comprender nuestra vida como una serie de movimientos o pasos. Cuando nacemos, dejamos el seno materno y pasamos a un mundo más amplio y luminoso, el mundo de la familia. Esto lo cambia todo, y ya no hay vuelta atrás. Cuando vamos al colegio, dejamos nuestra casa y nuestra familia y pasamos a una comunidad más amplia de personas donde nuestras vidas son ya para siempre más amplias y dilatadas. Más tarde, cuando nuestros hijos crecen y nos piden más espacio y libertad de los que podemos ofrecer, nuestras vidas pueden parecernos un poco menos importantes. Todo está en constante cambio. Al envejecer, nos jubilamos o perdemos nuestro trabajo, y todo cambia de nuevo. Parece como si estuviéramos siempre pasando de una fase a la siguiente, ganando y perdiendo a alguien, algún lugar, algo.

Vives todos estos pasos en un entorno en el que estás siempre tentado a dejarte destruir por el resentimiento, la ira y un sentimiento de ser ninguneado. Las pérdidas te recuerdan siempre que nada es perfecto y que no todo tiene que salir de la manera que esperabas; que quizá esperabas que los acontecimientos no fueran tan dolorosos, pero lo fueron; o que esperabas algo de una relación determinada que nunca llegó a materializarse. Te encuentras desilusionado con las irrevocables pérdidas personales: tu salud, tu pareja, tu trabajo, tu esperanza, tu sueño. Toda tu vida está repleta de pérdidas, infinitas pérdidas. Y siempre que hay pérdidas hay opciones que tomar. O bien optas por vivir tus pérdidas como pasos hacia el enfado, la culpa, el odio, la depresión y el resentimiento, u optas por dejar que estas pérdidas sean un paso hacia algo nuevo, más amplio y más profundo. La cuestión no es cómo evitar las pérdidas y hacer que no ocurran, sino cómo elegirlas como un paso, como un éxodo hacia una vida y una libertad más grandes.